viernes, 6 de mayo de 2016

Algo del viaje

En mi modesta opinión, ni el propio don Hernando sabía a donde íbamos, por mas que a todos quisiera engañar hablando de razones de seguridad para mantener oculto el secreto.Pero nada estimula tanto la imaginación de los hombres, como lo desconocido. Se habla de la zona perusta donde, según aquel Aristóteles que todo lo sabía, jamás llueve y las aguas hierven por el mucho calor, cocinando los maderos y desfondando las naves.
Se habla de terribles monstruos marinos que surgen de entre el vapor de las aguas al sur del cabo de la Esperanza y que atrapan y trituran los navíos como si fueran de azúcar. Se habla de las criaturas de las antípodas, que viven con la cabeza para abajo. De mujeres con cabeza de puerco y otras con pezuñas de yegua, que andan por las selvas enloqueciendo a los viajeros con sus hermosos cuerpos y sus rostros de vírgenes. Se habla de los hombres plantas que tienen un solo y gigantesco pie fijo en el suelo y también ¿por que no? de ardientes amazonas de un solo pecho que fuerzan a los hombres a satisfacerlas y lejos…mucho mas lejos, el Maluco, adonde se dice que vamos, el clavo, la pimienta, el azafrán, la canela, para regresar los mas ricos, con títulos, gobernaciones y honores sin cuento.

¿Pero que éramos nosotros con nuestros ridículos sueños e infantiles miedos? Simples marionetas movidas por hilos invisibles, títeres sujetos al arbitrio de unos locos para dar contento a los ricos, para que no falte en la mesa de los poderosos la pimienta con que sazonar la carne, ni el clavo y la canela para aromatizar su vino mientras nosotros lo bebemos agrio, mientras nuestra agua apesta y andamos peregrinos por mares sin vida y tierras desiertas; y cuando por fin llegáramos al Maluco, entonces se librarían de nosotros. El hambre y los peligros serían sus aliados. No les interesará devolver hombres a sus hogares, porque una vez alcanzada la meta, cada hombre será un escollo, un peso inútil en las naves construidas para el clavo y la canela.

En la mañana del veinte de septiembre de 1519, nos hicimos a la mar. Cinco naves negras entre negros nubarrones que cubrían el cielo y encrespaban las olas. A media mañana ya no se divisaba la costa y era tanta la furia del viento que hubo que amainar las velas. –Nunca regresaremos- murmuró una voz a mi lado –nunca-.


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