En mi modesta opinión, ni el propio don Hernando sabía a
donde íbamos, por mas que a todos quisiera engañar hablando de razones de
seguridad para mantener oculto el secreto.Pero nada estimula tanto la
imaginación de los hombres, como lo desconocido. Se habla de la zona perusta
donde, según aquel Aristóteles que todo lo sabía, jamás llueve y las aguas
hierven por el mucho calor, cocinando los maderos y desfondando las naves.
Se habla de terribles monstruos marinos que surgen de
entre el vapor de las aguas al sur del cabo de la Esperanza y que
atrapan y trituran los navíos como si fueran de azúcar. Se habla de las
criaturas de las antípodas, que viven con la cabeza para abajo. De mujeres con
cabeza de puerco y otras con pezuñas de yegua, que andan por las selvas
enloqueciendo a los viajeros con sus hermosos cuerpos y sus rostros de
vírgenes. Se habla de los hombres plantas que tienen un solo y gigantesco pie
fijo en el suelo y también ¿por que no? de ardientes amazonas de un solo pecho
que fuerzan a los hombres a satisfacerlas y lejos…mucho mas lejos, el Maluco,
adonde se dice que vamos, el clavo, la pimienta, el azafrán, la canela, para
regresar los mas ricos, con títulos, gobernaciones y honores sin cuento.
¿Pero que éramos nosotros con nuestros ridículos sueños e
infantiles miedos? Simples marionetas movidas por hilos invisibles, títeres
sujetos al arbitrio de unos locos para dar contento a los ricos, para que no
falte en la mesa de los poderosos la pimienta con que sazonar la carne, ni el
clavo y la canela para aromatizar su vino mientras nosotros lo bebemos agrio,
mientras nuestra agua apesta y andamos peregrinos por mares sin vida y tierras
desiertas; y cuando por fin llegáramos al Maluco, entonces se librarían de
nosotros. El hambre y los peligros serían sus aliados. No les interesará
devolver hombres a sus hogares, porque una vez alcanzada la meta, cada hombre
será un escollo, un peso inútil en las naves construidas para el clavo y la
canela.
En la mañana del veinte de septiembre de 1519, nos
hicimos a la mar. Cinco naves negras entre negros nubarrones que cubrían el
cielo y encrespaban las olas. A media mañana ya no se divisaba la costa y era
tanta la furia del viento que hubo que amainar las velas. –Nunca regresaremos-
murmuró una voz a mi lado –nunca-.
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